martes, 22 de noviembre de 2011

Leonas

¿Qué nos diferencia de los animales? Fui consciente de qué es exactamente ser humana la primera vez que me sentí plenamente un animal. Y si tuviera que elegir entre todas las especies, cuando me atrapó la piel de una leona. Llevaba unas diez horas sufriendo un dolor que me acercaba, como nunca antes, a la muerte. Pensaba firmemente, y no exagero, que era mi último día de vida, que mi cuerpo no iba a ser capaz de soportar ni la especie de globo que se inflaba dentro de mí -que amenazaba literalmente con reventarme- ni la lacerante sed. ¡En pleno siglo XXI, nadie, en un hospital, era capaz de anular los dos factores que estaban a punto de matarme!

Sin embargo, no fue durante ese casi medio día cuando sufrí la metamorfosis. Durante todo ese tiempo, a pesar de estar herida, desamparada, exhausta y ser pura fragilidad, podía pensar, llorar, hablar y suplicar. Era una mujer que, como afirma la antropología filosófica, se sabía “un ser que vive y sabe que vive”. Mientras gemía, enterraba mi cara en la almohada y me rompía por dentro, mi pensamiento seguía siendo “simbólico” –confieso que fantaseaba con destrozarle el coche a la pésima anestesista- y mi conducta también. Era una persona.

Fue durante los veinte minutos más largos de mi vida. Aquellos que siguieron al corte de tijera, a la separación estrictamente física entre mi hija y yo. Cuando, sin dejar entrar a su padre, dos ginecólogos y tres matronas la rodearon sobre una mesa cubierta de una sábana blanca, y pronunciaron palabras ininteligibles para mí -no por su tecnicismo, sino por mi incapacidad de descifrar cualquier tipo de código-, y la exploraron nerviosos… Durante esos veinte minutos -o veinte años- no fui una persona. Era una leona. Sólo era capaz de apoyar todo mi peso sobre mis codos, levantar la cabeza y buscar a mi hija con los ojos. A pesar de haber desarrollado un código de comunicación humano, era incapaz de pedir una explicación, de pronunciar una palabra, quizás porque mi propia mente no quería que le devolvieran, en forma de lenguaje, un código que, descifrado, pudiera significar algo inasumible para mí.

Esos veinte minutos fueron mucho más hirientes, perturbadores y agonizantes que las diez horas anteriores, porque ya no era yo la que podía morir sino mi niña. Eso me convirtió en una leona que sólo quería que le dieran a su cachorro, sano y latiendo a su lado, que no sabía llorar, hablar, hacer señales lógicas ni simbolizar. Sólo era capaz de mirar, otear entre las batas blancas a Carlota. Una vez la tuve en mi pecho volví a ser humana, volví a “ser un animal capaz de atribuir significado a todo”, incluso al hecho de haber sido por unos minutos una felina.

Hoy puedo entenderlo, “puedo reflexionar y conocer” lo que me pasó. Los animales, “al no poseer la capacidad de simbolizar, no pueden transmitir sus experiencias”. Acabo de leer en una monografía sobre antropología que “el animal puede transmitir y recibir información sobre una respuesta a los estímulos inmediatos del entorno”. Eso describe exactamente lo que sentí. Mi único estímulo exterior era mi hija y la única respuesta que quería era su latido, junto al mío. Pero era absolutamente incapaz de comunicarme con ninguna de las cinco personas que había en aquella habitación. Solo mis ojos miraban. Buscaban esa respuesta inmediata.

¡Ah! Y no os asustéis las que aún no habéis pasado por el paritorio… ¡Lo de Aitana fue coser y cantar! Y confieso que, en ese caso, en las antípodas del anterior, fantaseaba con ser la fiel y eterna servidora del magnífico anestesista…
Swift.

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