viernes, 4 de noviembre de 2011

Hijos

Cuando el despertador suena a las 7 me siento como una alpargata vieja mordida por un bulldozer. Mi hija Berta estuvo con fiebre y con suerte he podido dormir una hora seguida en toda la noche. “¡¡Arriba todos!!” digo con voz entusiasta, para que no se note que las ojeras me llegan a los tobillos. Vaya, mi hijo Tomás se tira el cola-cao encima porque está embobado con “Dora la exploradora”. A cambiarlo de nuevo antes de ir al colegio. Berta llora porque no quiere ir a la guardería. Le cuesta separarse de su hermano. Y me llama “el gran jefe” porque quiere algo urgente. ¡Pero si son las 8 de la mañana! Agobiada me voy caminando al colegio. Y, aunque no lo parecía, comienza a llover. Carga con Tomás y corro los 100 metros lisos. Cuando llego al colegio, doy verdadera lástima. Mojada, sudada, y con muy mal humor. De camino al trabajo hay atasco, como el 99 por ciento de los días. Una hora en el coche repasando mentalmente lo que tengo que hacer y si se me ha olvidado algo en las mochilas de los pequeños. “¿Hoy tocaba fruta o lácteo”? me pregunto. Para las que no lo sepáis, son absolutamente estrictos con lo que desayuna tu hijo en los colegios. Una compañera de trabajo me pregunta “¿Qué tienes ahí?” señalando un moco pegado en mi hombro, que tubo que haberme pegado Berta en un estratégico abrazo. Se hundió el poco glamour que me quedaba aún. A la 14 pico billete rápido. Llego a la guardería. “Mira, le han dado un bocado”, me dicen, mientras veo a mi hija, con la cara como si acabase de terminar un combate de boxeo. Con ella en el cochecito, voy al colegio a recoger al otro. Lo han tenido que cambiar porque se ha caído en un charco. Y me dan un papel: hay que disfrazarlo de árabe (uno de los 10-15 disfraces anuales, vaya negocio próspero).Cuando llego a casa, no tengo ni ganas de comer. Lo hago rápido, con Berta-la estómago sin fondo pidiéndome aferrada a mis rodillas alguna sobra. Y corriendo a la fisioterapia, con los dos a cuestas, claro. Les canto en el coche para que no se duerman, pero ese tal Murphy es mucho Murphy: se quedan dormidos a 5 minutos de llegar al destino. Así tengo que despertarlos y se ponen –creedme- de muy mal humor. Luego al supermercado. Una cesta cada uno y a gamberrear. Por mi bien, evito el pasillo de las botellas. Tomás grita que quiere un Actimel (¿en qué momento se me volvió pijo?) y Berta se me ha escapado. ¡Ah! Tuve que imaginarlo por su ‘detector de peligro’: está jugando con el tapón de la lejía. Todos al coche. Nos vamos a natación. Mientras Tomás se pasa 45 minutos llorando abrazado al ‘cachas’ de la piscina, aguanto a Berta, que quiere tirarse también. Tiene complejo de saltadora olímpica, y yo se lo freno. Llegamos a casa cerca de las 9. Estoy tan estresada que si a mi marido se le ocurre preguntarme qué hacemos de cenar explota la bomba de Hiroshima. Cenan –y hacen guerras con el yogur-, ven un fragmento obligado de Rayo McQuenn –ponedme a prueba, sé cada palabra del guión- y a la cama. Esto último un ritual que dura 30 minutos y que merece otro post en el blog.

Me tumbo en el sofá. Me pregunto en qué momento elegí exterminar mi tiempo libre. Erradicar la espontaneidad y la contemplación. Dedicar un minuto a leer la etiqueta del champú. O seguir el camino de una hormiga. Me pregunto por qué (casi) todas caemos en las garras de la maternidad.   Entonces me acuerdo de que Berta ha aprendido a decir “coca cola” y lo hace de una manera cacofónica muy graciosa. Y me río. Y que Tomás ha dado su primer pedaleo en bicicleta. Y me siento orgullosa. Dejo de hacerme preguntas. Estoy en paz. Estoy feliz. Y estoy muy cansada para hacerme preguntas. Y, cuando me he querido dar cuenta, el despertador vuelve a sonar a las 7.

2 comentarios:

  1. Me he sentido totalmente identificada!

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  2. Si... supongo que es un día a día muy común ¿verdad? Gracias por el comentario!

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