viernes, 31 de agosto de 2012
martes, 21 de agosto de 2012
Una mosca en la mochila
La mosca de mi padre. Llevo desde ayer pensando en
ella. Tiene la teoría de que cuando los sevillanos se van de vacaciones
disminuye el número de personas en la ciudad pero la cantidad de estos insectos
permanece estable. Por lo tanto tocamos a más. Él está convencido de que, desde
hace unos días, siempre le acompaña la misma. Se ha convertido en su mascota. Y
le ha tocado por pura estadística. Le espera al salir de casa, le acompaña por
la Puerta Jerez y espera paciente en su posabrazos hasta que se termina el
descafeinado junto a mí. Mi mente, dispersa por el calor y otras cosas, me
llevó de la mosca a las mascotas, de las mascotas a mis hijas, de mis hijas a
los ponis y del poni de cuatro patas que quieren las niñas y no cabe en mi
casa, al protagonista argumental de un cortometraje que hace unos años, cuando
habitaba la felicidad más absoluta, me puso mi hermana Olga en su portátil
justo antes de salir a cenar y que, por cierto, me contagió un malestar que
duró toda la velada. Se titulaba Ponys:
“pony es una cosa que te pasó de pequeña y te deja marcada para toda la vida”.
Tres amigas desnudaban sus traumas llegando a utilizarlos como armas
arrojadizas, descarnadamente, entre ellas.
A medida que vamos creciendo, madurando, vamos
cargando, lo que he oído calificar últimamente como ‘mochila’ de experiencias
positivas y negativas, miedos, frustraciones, muestras de cariño, sensaciones
de rechazo, sentimientos de ser admirado, de ser despreciado, triunfos,
fracasos, sonrisas, llantos. Situaciones y relaciones humanas cargadas de
contenido emocional que se van multiplicando exponencialmente y que, sin darnos
cuenta, van conformando nuestra personalidad y con ella, nuestra forma de
reaccionar ante las situaciones. Encrucijadas que, de forma paralela a la
disminución de espacio en la mochila, van surgiendo y conformando el pequeño
universo que nos rodea. Por la experiencia vivida hasta mis treinta y muchos,
algunas veces su contenido se convierte en un gran aliado que nos hace acertar
de pleno y, otras, en un enemigo imbatible que nos precipita inevitablemente a
errar. Pero los fantasmas, los ponis, las mochilas, son tan ‘yos’ como nosotros
mismos, nos gusten o no, los hayamos elegido en la carta o hayan sido impuestos
como el menú en el comedor escolar o en el campamento. Y con los años, como las
moscas en verano, cada vez tocamos a más.
Nuestra relación con ellos es inversa a la que, en
ciertas ocasiones, tenemos con el amor. Primero nos pasan desapercibidos,
después ponemos todo nuestro esfuerzo en ignorarlos, más tarde los miramos de
frente y vemos aspectos que nos gustan y otros tantos que nos desagradan y, finalmente,
aprendemos a aceptarlos tal y como son, por inevitables y por comprender que no
hay nada mejor que quererse y hasta empatizar con uno mismo. A pesar de estar
de acuerdo con todas esas personas que insisten en que la felicidad se
encuentra en nosotros mismos, en que tenemos que lograr habitar nuestro cuerpo
en plena armonía, en que somos ‘la naranja entera’… sigo siendo una romántica
que cree que camina por el mundo alguien que, en cada uno de nosotros,
potenciará hasta el extremo ese bienestar y que reducirá a la mínima expresión
los malos momentos. Pero ahora, en ‘la mitad de esta carretera’, contemplo como
las dificultades se multiplican en ese sentido. No sólo tienen que encajar como
los rompecabezas el tú y el yo. Además, tus fantasmas no pueden asustar a los
míos. Tus ponis deben ser capaces de estabular junto a los míos. Tu mochila no
debe hacer que la mía soporte un peso mayor del que ya carga mi espalda, sino
fundirse ambas en un solo bulto que no nos impida andar, sino todo lo
contrario, que la adición de sus masas las convierta en algo tan liviano como
una mosca.
martes, 14 de agosto de 2012
Jaque mate a mi autoestima
- Perdone, señor, -dijo el tímido estudiante- pero no he sido capaz de descifrar lo que me escribió usted al margen en mi último examen.
- Le decía que escriba usted de un modo más legible -le replicó el profesor.
Hace poco leí este pequeño diálogo en algún sitio de la red
y me hizo reflexionar. Es común imaginar lo mejor de nosotros mismos. Es fácil publicitarnos a nosotros
mismos. Pero los defectos sólo los vemos
en los demás, a quienes juzgamos constantemente. Nuestras propias grietas
las enterramos, las ignoramos, sepultando lo que en realidad somos con ellas.
Hoy en este post no voy a poner mi mejor perfil en la foto. Voy
a darle una lección ejemplar a mi exagerada
autoestima relatando uno por uno mis horribles
defectos. No me malinterpretéis: no es que haga pleno en los siete pecados
capitales, pero sí atesoro una sustanciosa cantera de no-virtudes. Ahí va una:
soy demasiado informal. Preguntadle
a mis amigas cuántas veces he quedado con ellas y me he excusado a última hora.
Una quedada para un café, una salida nocturna, una fiesta. Dejar colgada a la
gente sólo es posible si tienes otro defecto bajo la piel: el egoísmo. Es así: si soy capaz de no
afrontar un compromiso adquirido por cualquier motivo es porque pienso más en
mí misma que en la(s) otra(s) persona(s). Soy egoísta practicante, pues. Además,
reconozco públicamente que padezco constantes cambios de humor. Sin llegar a ser ciclotímica diagnosticada (la
versión más light del trastorno
bipolar) puedo despertarme con el humor de Dora la Exploradora y el mero hecho
de que se me caiga el zumo me convierte en segundos en el malhumorado Pato
Lucas). No quiero dejar pasar esta oportunidad de confesión para citar el que
–junto al defecto anterior- padece mi querido marido: soy celosa. Nunca lo he sido especialmente, pero es algo que ha ido
apareciendo con la edad, como las canas y las patas de gallo. Supongo que al
encontrar por fin a la persona con la que quiero pasar el resto de mi vida, el
miedo a perderla provoca que haya hecho cosas de las que no estoy orgullosa,
como intentar cercenar su libertad o provocar su malestar en algunas
situaciones. Sin saber que en su libertad –a través de la que ha elegido estar
conmigo- reside el verdadero amor. Este defecto deriva de otro, que lo sustenta
y al que ya dediqué todo un post: la vulnerabilidad. Si, me considero vulnerable, y aunque es algo que me
hace sentir viva y conectada con lo que me rodea, me aterra la sensación de
fragilidad que a veces me invade. Bajar del pedestal y darse cuenta de que se
es de carne y hueso… aterra.
Aparte de estos defectos mayúsculos (seguro que me dejo
muchos en el tintero, pero creo que son los más sobresalientes) os contaré que
no sé sintonizar la televisión, soy incapaz de cortar una loncha de jamón sin
cargármelo, tengo una pésima relación con los aparatos electrónicos y canto
fatal. Además, a veces soy excesivamente empalagosa, no sé conducir marcha atrás
y no tengo lo que se dice demasiada habilidad con el dibujo. Pero estas son
pequeñas cuestiones perdonables, ¿verdad?
En definitiva, queridos amigos, concluyo que juzgamos a los
demás porque tenemos miedo de mirar
nuestro interior y abrir la caja de Pandora y por eso vemos en otros los
defectos que nos caracterizan. Exageramos nuestras capacidades, ignoramos
nuestros límites. Dicen que la mejor manera de conocerte es preguntarle a tus
amigos. Ellos saben verte –desde el cariño pero también desde la distancia- tal
como eres. Abierta queda la veda, chicas. Se aceptan comentarios.
“Nuestras virtudes y
nuestros defectos son inseparables, como la fuerza y la materia. Cuando se separan,
el hombre no existe” (Nikola Tesla)
PD. No es que
quiera justificarme, cariño, pero según una investigación realizada en la
Universidad de Pisa (Italia), los celos tienen una explicación biológica que se
encuentra en el bajo nivel en la sangre de serotonina, un neurotransmisor que
controla en el cerebro también fenómenos como el hambre, el dolor o el humor. Alguna
culpa tendrá la serotonina esa, ¿no?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)