sábado, 27 de diciembre de 2014

Las historias de mi abuelo



Hace poco menos de dos años que se marchó. Y parece mentira, pero en estos meses lo he tenido mucho más presente que en cualquier momento de su vida. Incoherencias del ser humano, supongo. O dolor y nostalgia y tristeza. Porque sé que haber podido contar con él hasta los treintaytantos es todo un privilegio, que es ley de vida que se vayan. Pero ninguno de esos lugares comunes mitiga la añoranza.

Cualquier situación, me lo trae a la mente. Al prepararme el primer café de la mañana, miro por la puerta de la cocina y recuerdo la primera vez que vino a casa. Fue por estas fechas, hicimos una comida navideña, y me dijo que le gustaba mirar por la ventana y ver árboles. “Mari, no levantéis nunca una tapia que no os deje ver esos pinos. Mirar por el cristal y ver esto, os va a dar la vida”. Y paseaba por nuestro campo, deteniéndose junto a los olivos “Este año van a dar poco, porque se alterna la cosecha. Pero si entresacáis un poquito, verás la de aceitunas que os dan. Porque en el pueblo…” Y comenzaba su retahíla de historias. Siempre me gustó oírlo. Me hacía recrear otros tiempos; me llevaba por su pasado, que era también el mío, aunque no lo hubiera vivido, porque sin él, yo no existiría. 

Era un hombre muy unido a su familia, a la que siempre llevó consigo. Para mí era como aquel personaje que retrató Tenesse Williams en su “gata sobre el tejado…”, aquel al que su padre no había podido dejarle nada, más que una maleta raída y vacía…y su cariño, su compañía y todas sus aventuras mientras viajaban como polizones en trenes de mercancías por Estados Unidos. Los viajes de mi abuelo junto a su padre fueron por tierras sevillanas. Él me contaba episodios de una vida dura, sin comodidades, pero de la que nunca oí que se quejara. Con su padre y su carro recorrían los pueblos vecinos, vendiendo y recogiendo chatarra. Tenía mil historias que contar y siempre que las relataba se enredaba entre risas y gestos que casi no me dejaban entender sus palabras, pero sí todo lo demás. 

Dejó atrás su Badolatosa natal hacía mucho, mucho. Como 60 años. Pero creo que ni un solo día dejó de mentarla. De acordarse de sus días allí, de sus primas, de su calles, de su acento. De su hermano Manuel, un chiquillo que falleció siendo niño, pero del que me contaba que saludaba a los compañeros republicanos cuando pasaban ante su puerta. 

El resto de los hermanos se reunió con mi abuelo cuando él empezó una nueva vida en la bahía gaditana, en su pueblo y el mío, como diría Miguel Hernández refiriéndose a la tierra de su querida Josefina. Y ha sido Miguel Hernández el que esta mañana me ha traído al abuelo. Hasta este día de luces y compras de 2014. 

Mi abuelo, como muchos, supongo, aprendió a leer solo, con ayuda de una maestra generosa y paciente de su pueblo, que le dedicaba los ratos que él podía sacarle a sus largos días de trabajo junto a su padre. Por eso le costaba mucho leer textos largos y complejos. Pero desde que soy niña recuerdo en su casa un libro que se llamaba “Miguel Hernández, rayo que no cesa”, de María de Gracia Ifach. Memoricé aquel título, como hacía con cualquier otra cosa que leía por ahí. Pero tardé años en encontrar a Miguel Hernández. Y recuerdo aquel día, que al volver del colegio, fui a su casa a decirle que estudiaría al señor del que hablaba su libro. Él me dijo que fue un hombre bueno, que escribió sobre su hijo, sobre un amigo al que perdió, sobre la guerra y que murió en la cárcel. Que se había leído con mucho trabajo aquel libro que atesoraba y que don Miguel fue un personaje importante, que lo estudiara bien y no lo olvidara. 

Esta mañana, preparando actividades y lecturas para las próximas clases, andando por el tema de la poesía española de antes de 1940, ha vuelto a mí Miguel Hernández y mi abuelo. Y he recordado que hace unos años me regaló su libro sobre el poeta de Orihuela. Y he ido a por él. Estaba ahí, en la estantería. Amarillo por el tiempo, aguardándome. En la primera página en blanco, con letra inestable y también orgullosa, lleva escrito su nombre: Juan Cobacho. Y he vuelto a sumergirme en las historias del poeta, pero sobre todo, en las de mi abuelo.

miércoles, 16 de abril de 2014

Saltando charcos...


Uno de mis entretenimientos mentales consiste en detectar las huidizas contradicciones de la vida. Ahí están todas esas paradojas e incongruencias diarias, ocultas, riéndose de tí... del persistente y fallido intento humano de clasificar siempre las cosas, supongo que para tener la ilusión de dominarlas. Pero el mundo, leí alguna vez en algún sitio, "es un arcoiris de caos". Y creo que en los treintaytantos se comprende -al fin- que no todo es comprensible. Simplemente es. 

Se dice que los niños son felices por su inocencia, que es un estado de felicidad en sí misma. Ésta se va esfumando cuando -y también lo he leído no sé dónde- comienzan a ver un charco como un obstáculo en su camino, en lugar de una oportunidad para saltar sobre él. ¿Qué gráfico, verdad? Saltando charcos sin parar llegas a la edad adulta, donde la felicidad depende de tantas cosas (pareja, trabajo, sexo, casa, dinero...) que se antoja inalcanzable. Durante estos años buscamos y no parecemos encontrar nada, nos perdemos en el limbo de la insatisfacción. Nada parece bastarnos, nuestro diccionario particular se copa de los adverbios "más" y "menos": nos quejamos cíclicamente de no tener más dinero, más tiempo, más aventura, menos dolor, menos problemas, menos trabajo. No lo invento yo, los psicólogos incluso le han puesto nombre: "síndrome del adulto saturado" (para más información, buscar en google)

Pero años más tarde de nuevo la vida, como si de un acordeón se tratase, vuelve al punto de retorno. Cuanto te vas acercando a los cuarenta, la ecuación se simplifica. Hallas la incógnita. Dejas de buscar la felicidad en los cajones y en los baúles del armario para darte de bruces con ella en lugares más insospechados, por lo comunes y cotidianos que son: en una conversación, un trozo de queso, un recuerdo en forma de canción, un guiño de complicidad o una sonrisa. Puede parecer extraído de un libro de autoayuda, de esos que odio, pero no, lo he arrancado de la propia experiencia.

Me encuentro en ese momento vital en el que percibo y atrapo con las manos la felicidad. En el que sé que soy feliz. Y ahora, de nuevo, tras cruzar el océano de la gran contradicción de la vida, que como una trilera te engaña haciéndote creer dónde está la felicidad... ahora, vuelvo a saltar en los charcos.



 "La insatisfacción de los humanos, ese querer siempre algo más, algo mejor, algo distinto, es el origen de innumerables desdichas. Además, la felicidad es minimalista. Es sencilla y desnuda. Es una casi nada que lo es todo.” (La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero)