viernes, 18 de mayo de 2012

Raíces


La primera mitad de estos treintaytantos la pasé en el mar. Rodeada de gente con la cara cortada por el viento de sal. De vocerío en el mercado, niños en la calle, veranos de fiestas. Ropa tendida, vespinos y humedad en las bodegas. Calles adoquinadas y tardes de amigos. Mi infancia, mi adolescencia, parte de mi juventud guardan un álbum de fotos de cada calle en la que viví una historia, calles de las que hoy no recuerdo el nombre.
Nunca me he considerado una persona especialmente arraigada a un sitio. Al principio reconozco que fue duro vivir el proceso en el que dejas de ser de un territorio, te vas apartando de tus amigos y ya, cuando vas de visita cada dos meses, ya no entiendes sus conversaciones. O eres incapaz de conducir allí porque han cambiado todas las calles de sentido. O -y aquí hierve la nostalgia- aquel sitio donde aprendiste a bailar flamenco es hoy una deprimente gestoría inmobiliaria. Ese cierto, aquella ciudad y aquellas gentes siguen su vida, avanzan sin ti. Darte cuenta de que formabas parte de un lugar, y ahora no, entristece.
Pero en cierta forma sí que sigo allí. Cuando voy mi marido dice que comienzo a cecear espontáneamente. Además, rescato los sabores de la comida de cuando era niña y veo familiaridad en los rostros de la gente. Y aunque como digo a veces no comprendo las bromas ni las complicidades de mis amigos, con ellos me siento bien. Es como si en esta mitad de los treintaytantos que llevo fuera (y me empeño en no decir mi edad, ¿verdad?) el pasado se congelase. Al final, seguimos siendo los mismos que nos reuníamos los viernes para tomar cerveza y bailábamos la canción del verano.
De hecho, esta tarde iré. Llegaré a mi casa, allí donde sigue el mismo jarrón que odio encima del mueble. Maldeciré al mismo vecino que grita. Veré a los mismos amigos con la misma sonrisa de siempre. Alguno soltará el chiste de siempre. Y, por unos momentos, sentiré esas raíces, las que te unen a un lugar para siempre.  

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