Cuando
alguien nos pregunta: ¿de dónde eres?... ¿qué contestamos? A priori, parece
sencillo, cada uno tendrá una respuesta diferente, que le sale automáticamente,
pero… ¿cuál es el criterio que aplicamos al darle nombre a nuestro lugar de
origen?: ¿Elegimos nuestra ciudad de nacimiento?, ¿la localidad donde
actualmente vivimos?, ¿el sitio en el que hemos pasado la mayor parte de
nuestra vida?
Yo
he llegado a la conclusión de que, al menos en mi caso, soy de aquel lugar en
el que me siento mejor que en cualquier otro punto del planeta cuando necesito estar sola.
Cuando ninguna compañía posible es capaz de sacudirme la sensación de soledad.
Ese rincón es para mí Sanlúcar, de Barrameda. Ese mismo mordisco del mapa que me
asfixia cuando llevo más de diez días en él y que, sin embargo, pare el único
vendaval que me llena de verdad los pulmones e impregna mi rostro del frescor
del mar.
Un
lugar de ´veraneo´, de sanluqueños de adopción, no de turistas. Eso que tanto
me irritaba en la adolescencia. Todos los estíos la misma gente, era imposible
conocer a nadie nuevo… Eso, me parece hoy entrañable cuando me topo con
compañeros de copas de los ‘diecitantos’ con los que sigo compartiendo las
mismas sonrisas y complicidad que hace más de veinte años. Esos con los que no
hacía botellón. Nos adueñábamos de las tascas del Barrio Alto por falta de
presupuesto para J&B-Cola: el ‘bar de la esquina’, el ‘de los viejos’, el
‘150’…
En
este pueblo en el que la monotonía me llega a bloquear, he vivido momentos
infantiles mágicos, imborrables. Aquí, donde no hay una sola sala de teatro y
es difícil poder ver una buena película en el cine, están mis más tempranos
recuerdos de los escenarios, en el patio de un castillo medieval, el de Santiago.
Obras que programaba mi padre, entonces concejal de Cultura, convenciendo a
actores de toda España para venir sin cobrar, alojándolos en mi casa y
mostrándoles los rincones y la gastronomía sanluqueña, a cambio. Como cuando hace brillar los ojos de mis niñas al sacar una moneda de detrás de sus orejas. Días en los
que yo quería ser tan ‘mayor’, dulce y guapa como mi madre para que Santi, uno
de los componentes del dúo de Rentería Trapuzaharra, y sus ojos, con unos
veinte años más de visiones que los míos, se fijaran en mí. La gran pantalla la
veía con mi hermana y mis primos sentados en el tejado de la casa de mis
abuelos, en Virgen de la Antigua, a la espalda del cine de verano. Con un ojo
en la enorme pared blanca y otro en Olga, por si se caía…
Y
todo esto lo escribo justo antes de ver, frente a Doñana, como el sol horada la
mar, como la luz se desvanece de la forma más callada, serena y pura. Pronto
contemplaré una puesta de sol sentada, descalza, sobre su arena, más clara que
la mayoría, como mi piel; arropada por su mar, demasiado templado, como mi
corazón, y más plácido que el de cualquier playa, como yo misma; con mis
pupilas clavadas en el horizonte, a medias pinar de Coto, a medias infinito. El
ocaso en Sanlúcar. Mientras media España ve a Pastora Soler en Eurovisión. Y
yo, en las antípodas de La Primera. Magnífica contraprogramación.
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