Soy madre, como muchas de vosotras. Y, como estoy
segura que os pasa a todas, es la mejor decisión que he tomado en mi vida. Por
duplicado. Pero, confesad… Hay determinados momentos en los que, por un
instante, durante milésimas de segundo, vuestra mente es asaltada por un “¿Dios, qué he hecho?”,
“¿Dónde quedé ‘yo’?” u “¡Otra vez, no!”. Por supuesto estoy frivolizando, jamás
esas frases tienen una base racional, siempre son fruto de la desesperación
–cuando pasan veinticuatro horas y no has podido dedicar medio minuto a ti
misma-, del agotamiento –cuando después de casi siete años esperando un sábado en
el que te dejen dormir más allá de las ocho, no se produce el milagro- o de la
envidia. Sí, de la envidia. Tengo muchos defectos pero no soy envidiosa…
excepto en contadas ocasiones… Situaciones en las que cambiaría mis
circunstancias, aunque fuera solo durante cinco minutos, por las de otra
persona a la que, en ese lapso de tiempo de enajenación transitoria, envidio.
Multiplicando el grado de frivolidad en mi post de
hoy, os llevo a la playa. Desde esa edad en la que empiezas a querer estar
‘mona’ en cualquier lugar, siempre he querido tener un pelo ondulado. De esos
que quedan perfectos tanto cuando sales del agua como cuando ya están secos. Una
piel de las que se ponen morenas rápidamente, sin quemarse, y una cara que no
parezca un mapa pintado con carboncillo si te olvidas de ponerte cada media
hora la ‘pantalla total’. Pronto aprendí a superarlo: bañándome poco, -tampoco
me cuesta mucho si el termómetro no alcanza los cuarenta grados-; aceptando que
era mejor iniciar el bronceado a mediados de agosto que pasarme todo el verano
como una bombilla para después perder el pellejo como una serpiente, y
acudiendo a mi idolatrado homeópata para que hiciera desaparecer las manchas de
mi cara con hormonas de sepia. Blanca, pero sin arrugas -por ahora-. Sonrojada, gracias al pinch your cheeks.
Cuando parecía que mi ‘trauma’ playero estaba
controlado, llegaron Carlota y Aitana. ¿Dónde quedó ese agradable trayecto
hasta la playa escuchando música, con una bolsita en la que sólo había que
meter una toalla, un libro, las cremas, un cepillo, el colorete, un espejito,
las llaves y el móvil? Pues devorado por un cesto gigante lleno de bañadores de
repuesto, camisetas, sobaos, patatas, botellas de agua, batidos, cubos, palas, moldes con
forma de oso, pelotas, cometas, cangrejeras… Y porque nunca me he rendido a la
sombrilla a pesar de los dermatólogos. Sin olvidar la banda sonora: “qué calor…”,
“¿cuando vamos a llegar?”, “quiero bañarme”, “se me salen las chanclas”, “me
molesta el bañador”…
Por fin pones un pie en la arena, que no estaría
mal que en estas ocasiones se cubriera con una buena manta de césped
artificial, y… “¡mamá quema!”. Rápidamente estiras la toalla, cuando venías
sola impoluta y que ahora no se ve de qué color es por la acumulación de granos
de arena, ostiones y piedrecitas. Les quitas la ropa y las embadurnas de crema
protectora que, por supuesto, pasa a tener un efecto exfoliante porque toda la
arena, aunque parezca mentira, no estaba en la toalla. Y, por fin, cuando
corren hacia la orilla, sacudes la toalla y vas a ponerte tus 'potingues' para
disfrutar de un poco de sol con los ojos cerrados y sin pensar en nada, llega
esa vocecita que dice: “mami, ¿te bañas conmigo?”. Irresistible, claro. Yo creo
que están programadas para que su voz, en esos casos, sea irresistible para
nosotras. ¿Quién me lo iba a decir a mí?: sin crema, por supuesto, y dos horas
en el agua… si no fallezco por una mezcla perfecta de congelación y estrés es
que el amor maternal es, definitivamente, más fuerte que la muerte. Pasado el
trago llega la hora de los castillos, las sirenas y las tortugas de arena, o,
peor, el momento de ser enterrada por ambas. Se lo están pasando como los indios
y yo… sin crema, con mi pelo-no-ondulado mojado y absolutamente empanada. Bueno, al menos
así será más difícil que me achicharre…
Y llega ese instante, en el que, al menos parece, van
a jugar solitas un rato, me doy un baño meramente higiénico –ojalá el mar, en vez de sal,
tuviera partículas de mascarilla capilar-, me siento en la toalla sacudida,
miro a mi derecha y, ahí está. “Ella”. Perfecto moreno, perfecto biquini,
perfecto pelo, perfectas gafas de sol, inmóvil, acompañada por un mojito, viviendo un momento perfecto. “Ella”
concentra mis segundos de envidia. Pero dura eso, segundos, el tiempo de girar
la cabeza y ver a mis dos ‘lapitas’ riendo, jugando, sin un ápice de su cuerpo
limpio, pero felices, como yo cuando las veo así. Adiós a la envidia, se
evapora. Mi momento es aún más perfecto que el de mi ‘vecina’ de costa.
Esa vecinita de costa tan perfectas por fuera están vacías por dentro.... yo pienso asi y me consuelo :P las afortunadas somos nosotras!!!
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