martes, 5 de junio de 2012

Un instante de envidia


Soy madre, como muchas de vosotras. Y, como estoy segura que os pasa a todas, es la mejor decisión que he tomado en mi vida. Por duplicado. Pero, confesad… Hay determinados momentos en los que, por un instante, durante milésimas de segundo, vuestra  mente es asaltada por un “¿Dios, qué he hecho?”, “¿Dónde quedé ‘yo’?” u “¡Otra vez, no!”. Por supuesto estoy frivolizando, jamás esas frases tienen una base racional, siempre son fruto de la desesperación –cuando pasan veinticuatro horas y no has podido dedicar medio minuto a ti misma-, del agotamiento –cuando después de casi siete años esperando un sábado en el que te dejen dormir más allá de las ocho, no se produce el milagro- o de la envidia. Sí, de la envidia. Tengo muchos defectos pero no soy envidiosa… excepto en contadas ocasiones… Situaciones en las que cambiaría mis circunstancias, aunque fuera solo durante cinco minutos, por las de otra persona a la que, en ese lapso de tiempo de enajenación transitoria, envidio.

Multiplicando el grado de frivolidad en mi post de hoy, os llevo a la playa. Desde esa edad en la que empiezas a querer estar ‘mona’ en cualquier lugar, siempre he querido tener un pelo ondulado. De esos que quedan perfectos tanto cuando sales del agua como cuando ya están secos. Una piel de las que se ponen morenas rápidamente, sin quemarse, y una cara que no parezca un mapa pintado con carboncillo si te olvidas de ponerte cada media hora la ‘pantalla total’. Pronto aprendí a superarlo: bañándome poco, -tampoco me cuesta mucho si el termómetro no alcanza los cuarenta grados-; aceptando que era mejor iniciar el bronceado a mediados de agosto que pasarme todo el verano como una bombilla para después perder el pellejo como una serpiente, y acudiendo a mi idolatrado homeópata para que hiciera desaparecer las manchas de mi cara con hormonas de sepia. Blanca, pero sin arrugas -por ahora-.  Sonrojada, gracias al pinch your cheeks.

Cuando parecía que mi ‘trauma’ playero estaba controlado, llegaron Carlota y Aitana. ¿Dónde quedó ese agradable trayecto hasta la playa escuchando música, con una bolsita en la que sólo había que meter una toalla, un libro, las cremas, un cepillo, el colorete, un espejito, las llaves y el móvil? Pues devorado por un cesto gigante lleno de bañadores de repuesto, camisetas, sobaos, patatas, botellas de agua, batidos, cubos, palas, moldes con forma de oso, pelotas, cometas, cangrejeras… Y porque nunca me he rendido a la sombrilla a pesar de los dermatólogos. Sin olvidar la banda sonora: “qué calor…”, “¿cuando vamos a llegar?”, “quiero bañarme”, “se me salen las chanclas”, “me molesta el bañador”…

Por fin pones un pie en la arena, que no estaría mal que en estas ocasiones se cubriera con una buena manta de césped artificial, y… “¡mamá quema!”. Rápidamente estiras la toalla, cuando venías sola impoluta y que ahora no se ve de qué color es por la acumulación de granos de arena, ostiones y piedrecitas. Les quitas la ropa y las embadurnas de crema protectora que, por supuesto, pasa a tener un efecto exfoliante porque toda la arena, aunque parezca mentira, no estaba en la toalla. Y, por fin, cuando corren hacia la orilla, sacudes la toalla y vas a ponerte tus 'potingues' para disfrutar de un poco de sol con los ojos cerrados y sin pensar en nada, llega esa vocecita que dice: “mami, ¿te bañas conmigo?”. Irresistible, claro. Yo creo que están programadas para que su voz, en esos casos, sea irresistible para nosotras. ¿Quién me lo iba a decir a mí?: sin crema, por supuesto, y dos horas en el agua… si no fallezco por una mezcla perfecta de congelación y estrés es que el amor maternal es, definitivamente, más fuerte que la muerte. Pasado el trago llega la hora de los castillos, las sirenas y las tortugas de arena, o, peor, el momento de ser enterrada por ambas. Se lo están pasando como los indios y yo… sin crema, con mi pelo-no-ondulado mojado y absolutamente empanada. Bueno, al menos así será más difícil que me achicharre…

Y llega ese instante, en el que, al menos parece, van a jugar solitas un rato, me doy un baño meramente higiénico –ojalá el mar, en vez de sal, tuviera partículas de mascarilla capilar-, me siento en la toalla sacudida, miro a mi derecha y, ahí está. “Ella”. Perfecto moreno, perfecto biquini, perfecto pelo, perfectas gafas de sol, inmóvil, acompañada por un mojito, viviendo un momento perfecto. “Ella” concentra mis segundos de envidia. Pero dura eso, segundos, el tiempo de girar la cabeza y ver a mis dos ‘lapitas’ riendo, jugando, sin un ápice de su cuerpo limpio, pero felices, como yo cuando las veo así. Adiós a la envidia, se evapora. Mi momento es aún más perfecto que el de mi ‘vecina’ de costa.

1 comentario:

  1. Esa vecinita de costa tan perfectas por fuera están vacías por dentro.... yo pienso asi y me consuelo :P las afortunadas somos nosotras!!!

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