Hace pájaros
de barro y los echa a volar y sabe que los
ángeles no tienen hélices. Por eso,
cuando vio levitar las sillas sobre nuestras cabezas, hacia no se sabe dónde,
como su bruja volandera de entrevientos y
cerrojos, seguía cantando Disneylandia
con una sonrisa, sin asombro, sin considerarlo un contratiempo sino un
comportamiento obvio. ¿Quién quiere sillas? ¿Quién puede permanecer sentado
frente a Manolo García? Ni yo, hace poco más de cuatro años, cuando mi hermana
me regaló una entrada estando embarazada de ocho meses, para el único concierto
que pensé que me iba a perder, desde que, a
los diecisiete, empezara una de mis mejores costumbres: disfrutarlo en
San Fernando o Sevilla en cada una de sus giras, con Quimi o en solitario. Acabé
saltando, casi como el viernes, con mi niña en el vientre. Inevitable.
Único. Genial. Insuperable letrista. Creador de mensajes
que, envueltos en su música, cantan al amor, a la fantasía, a la profundidad de
los sentimientos, a los más puros valores humanos, también al desasosiego, la
incertidumbre, el abandono, pero siempre, estos últimos, impregnados de la
esperanza, de la confianza en nosotros mismos, presentes en cada una de sus
canciones y que explota en el que, a pesar de sus cinco discos en solitario,
siempre será su himno, Insurrección
de El Último de la Fila.
Ni el único ‘gran fallo’ que supondría para la
organización que el micrófono de García se quedara mudo justo cuando iba a cantar
el primer single de su último disco, significó nada para un aforo entregado. El
auditorio a una coreó Un giro teatral aplastando el problema
técnico, solucionado inmediatamente, acompañado de la sonrisa de Manolo que,
del cabreo inicial, había pasado a la complicidad plena con todos nosotros.
Conjunción, simbiosis, respeto mutuo llevado al
extremo cuando se decidió a mezclarse con sus devotos a cantar juntos que el tiempo, sólo un recodo más en nuestra
ilusión, ávida de cariño y de olvido, nunca es perdido. Un par de miembros
de su equipo de seguridad le seguían, aunque no era necesario, nos apasionan
sus pensamientos, plasmados en insuperables historias, pura filosofía (de
vida); su magnífico espectáculo; su entrega; sus músicos. En su rostro relajado,
que contemplé a diez centímetros, y en su entera voz, se podía comprobar que
sabe que no está rodeado de fanáticos que quieren tocarle, abrazarle o besarle
sino escucharle, sentir su música, memorizar sus reflexiones y saltar con él.
Casi tres horas de música en las que nos recordó
que siempre debemos preferir el trapecio;
que no hay nada más mientras dos
bocas se quieran besar; que cualquier cosa es mejor que ser la sombra de la sombra de la sombra de
nadie; que tenemos derecho a quererlo todo
y que para ello siempre nos quedará la posibilidad de calzarnos unas botas de siete leguas; que no debemos
olvidar que somos levedad; que
siempre hay alguien que puede remendarnos nuestra sonrisa rota, con el rabo
blanco de un gato perplejo; que no debemos dejar que se duerman los sentidos; que por amor se puede llorar tanto para
llenar un saco de gatos, cuando amamos desesperadamente… A la sombra de una palmera, un ratito a pie y otro caminando, se
permitió el lujo de renunciar a cantar, al menos, cinco de sus nuevas
canciones. En su excelso repertorio es difícil elegir. Gracias. Me quito el
sombrero.
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