martes, 25 de octubre de 2011

Sin llaves

Cuando pasas de los treinta y tantos a los treinta y muchos, estás rodeada de amigas que apenas han superado la treintena y de otras que ya han cruzado la barrera de los cuarenta. Esa edad en la que algunos psicólogos aseguran que empieza la segunda mitad de la vida y que, para muchas de nosotras, es el comienzo de un nuevo proyecto vital.

Una de  mis amigas, de las de cuarenta y tantos, que tiene el adorable don de arrancarte una carcajada cuando crees que sólo puedes escupir lágrimas porque te sientes como una pelusa a punto de ser engullida por esa aspiradora en la que a veces se convierte la realidad, en medio de un llanto colectivo, sentenció:  "...igual que guardamos nuestra ropa de embarazada XXL para después prestarla, podríamos ir metiendo en cajas los modelitos XXS de separada, por si nos toca a las demás..."

La carcajada llevó a la conclusión de que luchar por la felicidad requiere un desgaste físico y mental absolutamente necesario que, un día, se transforma en recompensa. Sin atreverme a comparar, sólo a plantear una metáfora, hay que someterse  a la "quimioterapia" del dolor, de la ansiedad, de la angustia, de la fuga de kilos, y enfrentarse a dar un vuelco a lo que habías diseñado como un proyecto vital inalterable para matar así el "cáncer" de la insatisfacción permanente que te brinda una vida gris. Hace poco escuché a un diputado que participó en la elaboración de la ley del divorcio decir que estábamos ante una norma hecha para los que creemos en el amor. Estoy de acuerdo.

Justo antes de someterte a su tratamiento, asumes el "cáncer", tomas la decisión: quieres vivir, no te vale con sobrevivir. Y ahí te ves, a las puertas del instante, pero sin llaves. Miras alrededor, tienes mucha ayuda, muchas pistas para encontrarlas: amigos, familia, terapeutas... y, millones de segundos después, te das cuenta de que el juego de llaves está hundido en el bolsillo de tu pantalón. Sólo hay que sacarlo e intentar insertar la llave en la cerradura, aunque no atines porque aún te tiemblan las manos; aunque tengas que intentarlo una y otra vez, como un borracho, por el vértigo y la náusea provocados, no por el alcohol, sino porque el terror al cambio y a hacer sufrir, te lo impiden. Pero la llave entra y detrás entras tú, estás en tu instante. En el de Erika, en el de su sofá, sola o acompañada, pero feliz, serena y capaz, después de muchas sesiones de "quimio", de volver a sentirte sana, fuerte, entusiasta, vital y, sobre todo, capaz de cerrar los ojos y volver a quedarte dormida en diez minutos. Como antes. Sin Orfidal.

Swift

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