Una
de las ventajas que tiene esto de trabajar en divulgación de ciencia es que me
tropiezo con estudios sorprendentes. El otro día me topé con un artículo que
demuestra que el ser humano emite luz.
Es lo que tiene estar hecho de la misma materia que las estrellas. Aunque esta
luz es invisible para el ojo humano, científicos japoneses han comprobado que
el cuerpo humano produce biofotones
como resultado de su metabolismo energético. Usaron una cámara criogénica
sensible a emisiones fotónicas débiles, descubriendo que el cuerpo humano produce pulsiones
rítmicas de luz, que es el rostro el que emite una mayor cantidad y más
constante y que es durante la tarde cuando más luz desprendemos. Además, dan un
dato curioso: cuanto menos duermes, menos luminosidad emanas.
Gente.
Luz. Me hizo reflexionar sobre el sentido que tiene esto filosóficamente
hablando. Creo que hay tres tipos de
personas en nuestras vidas: las que te contagian con su luz, las que pasan
sin desprender ningún halo para ti, y las que te roban o absorben luminosidad.
Estas últimas son personas tóxicas,
altamente nocivas, que nos llenan de cargas y frustraciones, y potencian
nuestras debilidades. Apagan, en definitiva, nuestra luz. Seguro que mirando a
vuestro alrededor detectáis personas así. Ciertamente, identifico a algunas
personas a las que, el mero hecho de escuchar, me produce estrés. Es así: sus malos rollos alteran nuestra bioquímica
cerebral al producir más adrenalina y cortisol. Estrés, en definitiva. Los
psicólogos afirman que hay que alejarse de ellas para ser felices. Y así lo he
intentado hacer siempre y creo que he conseguido en mis treintaytantos años de existencia.
El problema se
complica cuando no son tóxicas las personas, sino las situaciones. Y respecto a eso, hoy en día, sabemos mucho. El
bombardeo de informaciones negativas sobre la crisis económica está envenenado
a la sociedad y elevando la toxicidad del ambiente. El exceso de estímulos
negativos –recortes, despidos, impuestos- está modificando los estados
emocionales de las personas y se
generan situaciones de miedo, frustración, ansiedad y en definitiva, un cuadro
de estrés que intoxican a la personas a nivel emocional, bioquímico y físico. Estamos
intoxicados. De hecho, el neurobiólogo Jorge Colombo describe este fenómeno que
ha bautizado como toxicidad social y
que está provocado por el predominio de una sociedad malhumorada, que no puede asimilar ni contrarrestar tantos
estímulos negativos.
Y ante eso, ¿qué
podemos hacer? Cuando no es cuestión de evitar a una persona que te absorbe tu
preciosa luz, sino de convivir con una situación tan tóxica, ¿tenemos alguna
salida? Conozco a personas que han dejado de seguir a los medios de
comunicación; otras que le han dado cerrojazo a las redes sociales, unas pocas
que se refugian en la ficción de las series americanas… Y yo me pregunto: ¿la
solución para recuperar la luz es darle
la espalda a la realidad? ¿es entregarnos al fútbol o al vino o a Juego de
Tronos para evitar la toxicidad? Es triste.
Una segunda vía es
cambiar la lectura. Los neurólogos insisten en que no hay una realidad, sino
formas de interpretarlas. Afortunadamente, la neuroplasticidad del cerebro permite crear
nuevas conexiones neuronales que cambian la forma en la que una persona
interpreta lo que le rodea. Esta solución me parece aún más triste. ¡Y
tremendamente cruel! ¿Cómo le digo a aquel que no tiene trabajo, ni puede
siquiera tomar cuatro cafés al mes que
no se intoxique, que no es que otros le estén robando su luz, su vida, es que
tiene que aprender a interpretar la realidad? Eso, lo de interpretar, se lo dejo
a los políticos, que lo hacen majestuosamente bien. Todos los demás nos
ocuparemos de guardar, atesorar, proteger… la poca luz que nos dejan.
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