Esta
semana he descubierto una mentira.
He desenmascarado a un mentiroso.
Él no lo
sabe, pero yo creía que era mi cómplice, y me dí de bruces contra el muro de un
engaño. Este episodio me ha servido para reflexionar sobre la naturaleza de la
mentira: por qué lo hacemos. Y es increíble lo que he encontrado sobre esto
investigando dentro de la Neurociencia.
La mentira
lleva estudiándose en ciencia como tal desde finales del Siglo XIX. Fue un
psiquiatra suizo, Antón Delbrück quien le prestó atención y acuñó el término
(que hoy llamaríamos eufemismo) de pseudología fantástica. Su base
consistía en que todos, en mayor o menor medida, por acción o por omisión,
mentimos. Lo hacemos en la mesura que no decimos lo que pensamos, o que decimos
lo que no pensamos, y no sabemos, o incluso lo que sabemos inciertamente, para
salir del paso. Hay mentiras socialmente más positivas que ciertas verdades
incontestables. Son muchas las situaciones en que una mentira trasmitida genera
un efecto beneficioso. Hay mentiras piadosas. Hay quienes engañan sin ser
conscientes de ello, simplemente transmiten a los demás su propia equivocación.
Hay un armario repleto de mentiras. Una
para cada ocasión.
Las
investigaciones apuntan a que las personas
mienten por tres motivos: para adaptarse a un ambiente hostil,
para evitar castigos y para conseguir premios o ganancias sobre los demás. Una
investigación de la Universidad americana de Notre Dame apunta que las personas
(americanos) lanzan una media de 11 mentiras al día. Aunque, claro, hay casos concretos de patologías en los
que una persona construye su vida alrededor de un engaño. Este es el caso de
Enric Marco que, durante años, se hizo pasar por un superviviente de los campos
de concentración nazis o de Alicia Esteve, que logró convencer a todo el mundo
de que había vivido una tragedia en los atentados del 11 de septiembre.
Yo también miento, cómo no. Pienso que es algo innato al ser humano.
Pero, conforme voy cumpliendo años, os confieso que cada vez lo hago menos, que
son mentiras menos gruesas, más ligeras y, además, cada vez le exijo más a las personas que me rodea que
no me mientan. Y con las arrugas y las canas, como no podía ser de otra
forma, también desarrollas un sexto sentido, el captador de embustes le llamo yo, que te hace menos vulnerable a la falsedad. Y es que para mí,
una mentira es uno de los peores actos que una persona que quiere puede tener
contigo. Demuestra tantas cosas en ese fugaz instante… que no confía en ti, que
puede manipularte, que teme tu reacción, que podría herirte, que te traiciona.
Este
empecinamiento mío por la búsqueda de la verdad tiene un lado negativo. La mentira
te hace dócil y te protege. El que busca la verdad, corre el riesgo de
encontrarla… y, como decía el médico y psicoterapeuta austríaco Alfred Adler
que “la verdad es a menudo un arma de agresión. Es posible morir, e incluso asesinar, con la verdad”.
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