viernes, 1 de febrero de 2013

Pseudología fantástica (o miénteme cuando quieras)


Esta semana he descubierto una mentira. He desenmascarado a un mentiroso.
Él no lo sabe, pero yo creía que era mi cómplice, y me dí de bruces contra el muro de un engaño. Este episodio me ha servido para reflexionar sobre la naturaleza de la mentira: por qué lo hacemos. Y es increíble lo que he encontrado sobre esto investigando dentro de la Neurociencia.

La mentira lleva estudiándose en ciencia como tal desde finales del Siglo XIX. Fue un psiquiatra suizo, Antón Delbrück quien le prestó atención y acuñó el término (que hoy llamaríamos eufemismo) de pseudología fantástica. Su base consistía en que todos, en mayor o menor medida, por acción o por omisión, mentimos. Lo hacemos en la mesura que no decimos lo que pensamos, o que decimos lo que no pensamos, y no sabemos, o incluso lo que sabemos inciertamente, para salir del paso. Hay mentiras socialmente más positivas que ciertas verdades incontestables. Son muchas las situaciones en que una mentira trasmitida genera un efecto beneficioso. Hay mentiras piadosas. Hay quienes engañan sin ser conscientes de ello, simplemente transmiten a los demás su propia equivocación. Hay un armario repleto de mentiras. Una para cada ocasión. 

Las investigaciones apuntan a que las personas mienten por tres motivos: para adaptarse a un ambiente hostil, para evitar castigos y para conseguir premios o ganancias sobre los demás. Una investigación de la Universidad americana de Notre Dame apunta que las personas (americanos) lanzan una media de 11 mentiras al día. Aunque, claro, hay casos concretos de patologías en los que una persona construye su vida alrededor de un engaño. Este es el caso de Enric Marco que, durante años, se hizo pasar por un superviviente de los campos de concentración nazis o de Alicia Esteve, que logró convencer a todo el mundo de que había vivido una tragedia en los atentados del 11 de septiembre.

Yo también miento, cómo no. Pienso que es algo innato al ser humano. Pero, conforme voy cumpliendo años, os confieso que cada vez lo hago menos, que son mentiras menos gruesas, más ligeras y, además, cada vez le exijo más a las personas que me rodea que no me mientan. Y con las arrugas y las canas, como no podía ser de otra forma, también desarrollas un sexto sentido, el captador de embustes le llamo yo,  que te hace menos vulnerable a la falsedad. Y es que para mí, una mentira es uno de los peores actos que una persona que quiere puede tener contigo. Demuestra tantas cosas en ese fugaz instante… que no confía en ti, que puede manipularte, que teme tu reacción, que podría herirte, que te traiciona.

Este empecinamiento mío por la búsqueda de la verdad tiene un lado negativo. La mentira te hace dócil y te protege. El que busca la verdad, corre el riesgo de encontrarla… y, como decía el médico y psicoterapeuta austríaco Alfred Adler que “la verdad es a menudo un arma de agresión. Es posible morir, e incluso asesinar, con la verdad”. 

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