martes, 21 de agosto de 2012

Una mosca en la mochila


La mosca de mi padre. Llevo desde ayer pensando en ella. Tiene la teoría de que cuando los sevillanos se van de vacaciones disminuye el número de personas en la ciudad pero la cantidad de estos insectos permanece estable. Por lo tanto tocamos a más. Él está convencido de que, desde hace unos días, siempre le acompaña la misma. Se ha convertido en su mascota. Y le ha tocado por pura estadística. Le espera al salir de casa, le acompaña por la Puerta Jerez y espera paciente en su posabrazos hasta que se termina el descafeinado junto a mí. Mi mente, dispersa por el calor y otras cosas, me llevó de la mosca a las mascotas, de las mascotas a mis hijas, de mis hijas a los ponis y del poni de cuatro patas que quieren las niñas y no cabe en mi casa, al protagonista argumental de un cortometraje que hace unos años, cuando habitaba la felicidad más absoluta, me puso mi hermana Olga en su portátil justo antes de salir a cenar y que, por cierto, me contagió un malestar que duró toda la velada. Se titulaba Ponys: “pony es una cosa que te pasó de pequeña y te deja marcada para toda la vida”. Tres amigas desnudaban sus traumas llegando a utilizarlos como armas arrojadizas, descarnadamente, entre ellas.

A medida que vamos creciendo, madurando, vamos cargando, lo que he oído calificar últimamente como ‘mochila’ de experiencias positivas y negativas, miedos, frustraciones, muestras de cariño, sensaciones de rechazo, sentimientos de ser admirado, de ser despreciado, triunfos, fracasos, sonrisas, llantos. Situaciones y relaciones humanas cargadas de contenido emocional que se van multiplicando exponencialmente y que, sin darnos cuenta, van conformando nuestra personalidad y con ella, nuestra forma de reaccionar ante las situaciones. Encrucijadas que, de forma paralela a la disminución de espacio en la mochila, van surgiendo y conformando el pequeño universo que nos rodea. Por la experiencia vivida hasta mis treinta y muchos, algunas veces su contenido se convierte en un gran aliado que nos hace acertar de pleno y, otras, en un enemigo imbatible que nos precipita inevitablemente a errar. Pero los fantasmas, los ponis, las mochilas, son tan ‘yos’ como nosotros mismos, nos gusten o no, los hayamos elegido en la carta o hayan sido impuestos como el menú en el comedor escolar o en el campamento. Y con los años, como las moscas en verano, cada vez tocamos a más.

Nuestra relación con ellos es inversa a la que, en ciertas ocasiones, tenemos con el amor. Primero nos pasan desapercibidos, después ponemos todo nuestro esfuerzo en ignorarlos, más tarde los miramos de frente y vemos aspectos que nos gustan y otros tantos que nos desagradan y, finalmente, aprendemos a aceptarlos tal y como son, por inevitables y por comprender que no hay nada mejor que quererse y hasta empatizar con uno mismo. A pesar de estar de acuerdo con todas esas personas que insisten en que la felicidad se encuentra en nosotros mismos, en que tenemos que lograr habitar nuestro cuerpo en plena armonía, en que somos ‘la naranja entera’… sigo siendo una romántica que cree que camina por el mundo alguien que, en cada uno de nosotros, potenciará hasta el extremo ese bienestar y que reducirá a la mínima expresión los malos momentos. Pero ahora, en ‘la mitad de esta carretera’, contemplo como las dificultades se multiplican en ese sentido. No sólo tienen que encajar como los rompecabezas el tú y el yo. Además, tus fantasmas no pueden asustar a los míos. Tus ponis deben ser capaces de estabular junto a los míos. Tu mochila no debe hacer que la mía soporte un peso mayor del que ya carga mi espalda, sino fundirse ambas en un solo bulto que no nos impida andar, sino todo lo contrario, que la adición de sus masas las convierta en algo tan liviano como una mosca.

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