Desde siempre he sentido una fascinación que me ha causado
cierto pudor confesar. Quizás porque siento que puedo ser incomprendida. O
porque ni yo misma lo entiendo demasiado bien. En un mundo en el que la
tecnología, lo nuevo, lo actual, lo moderno, lo flamante es lo perseguido por
(casi) todos, reconozco la rareza de que siento una atracción
irresistible hacia las ruinas. Sí, edificios ruinosos, antiguos hospitales,
parques de atracciones abandonados, puertos en desuso… u otras reliquias. Lo
decadente, lo viejo y lo abandonado causa en mí una especie de orgasmo visual y
anímico. Me producen una mezcla de escalofrío,
nostalgia y excitación.

Hoy resulta que éste es el pasatiempo de muchos japoneses
gracias a la popularización de un tipo de turismo bautizado como haikyo,
que significa ruina en japonés. Consiste básicamente en explorar lugares
abandonados, desde casas familiares, hasta fábricas u hoteles, la mayoría
fagocitados durante años por la espesa vegetación típica del archipiélago.
La cuestión es que siempre he intentado responder a la
pregunta de por qué tengo esa fascinación, obsesión incluso. Giro sobre muchas
ideas. La primera es que los lugares en ruina cobran vida cuando te presentas en ellos. Tienes la facultad de, al
habitarlos aunque sólo sea por unos minutos, arrancarlos de la quietud, del inmovilismo,
del vacío. Por otro lado, el observarlos es una lección dramática de que todo se disuelve, todo perece, todo pasa y sólo
el tiempo sigue adelante. El mundo se va quedando viejo, si, pero nos quedan los pedazos para continuar
imaginando.
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